A juzgar por el color del cielo no son las cinco de la tarde; ni las seis, ni tampoco las siete, sino más bien una hora cercana a las ocho. En todo caso, los faroles dispuestos a lo largo de la calle Agustinas aún no se encienden, pero los rayos de luz que sobreviven entre la oscuridad son suficientes para alumbrar el trayecto de la mujer de vestido de azul, que se dirige a su cita con el rostro severo y las manos ocupadas sosteniendo una valija; sus frágiles rodillas golpean los bordes con cada paso, pero no se inmuta.
La dama luce espléndida en su vestido de encajes y cola larga. Tal es su dimensión, que se extiende un par de metros detrás de ella. No obstante, además de su longitud, hay un detalle relevante sobre el vestido: sobre sus hilos se dibujan con sangre las tragedias del pasado, y más que nada, un juramento no cumplido.
El viento golpea las ramas de los árboles, y desconcentran a la mujer de lo que parece ser un ritual. Doblando la esquina, aparece un niño montado en una bicicleta. Luce feliz y, en cuanto ve a la dama, se siente inquietado por la valija que ésta lleva consigo. Se detiene cerca de su figura, sostiene la mirada con la esperanza de que ella lo mire también, pero la mujer es obediente a su rito.
— ¿Qué esconde allí, señorita?—pregunta el pequeño.
La mujer decide mirarlo. Duda un poco, pero accede a responder.
—Mentiras… nada más que mentiras…
Acto seguido, continúa su trayecto hasta el final de la calle, en donde Agustinas se intersecta con el pasaje Condesa y se levanta el café en donde había sostenido las conversaciones más importantes de su vida; conocido a personas inolvidables, y engendrado las afecciones del presente.
La desordenada vida de la mujer y los múltiples males que la agobian no le impiden conservar la puntualidad de la que tanto ha presumido siempre ante los que incumplen con las horas pactadas. Para cuando ingresa por la diminuta puerta está a punto de hacerse de noche por completo y, tras un par de pasos, se ha robado ya la atención de quienes se disponen en las mesas cercanas. La mayoría de los clientes ocupan mesas para dos y charlan en voces muy bajas.
La mujer recoge la cola de su vestido sutilmente y se encarga de no manchar con sangre el suelo; coloca la valija frente a sus piernas, cubiertas por completo por la cola del vestido azul, y escoge el asiento de siempre. Suelta un respiro en un intento de hallar paciencia en medio del aroma del sitio, y se fija en el enorme reloj de pared que tiene en frente: Han pasado tres minutos desde su casi puntual ingreso a la cafetería, y no hay rastro alguno del individuo al que espera con desdicha.
Todos los clientes y empleados del local, todos sin excepción, llevan puestas máscaras muy coloridas y de todo tipo: animales, duendes, quimeras, y seres que parecen tomados de los bestiarios más completos. Ninguno muestra su verdadero rostro, sin embargo, no parece ser un detalle que incomode a nadie en lo absoluto. De hecho, llevarlas es lo normal, y lo normal consiste, quizás, en ser parte de una sociedad provista de una habilidad tremenda para adaptarse al medio. Después de todo, no vaya uno a ser diferente al resto.
El rostro descubierto de la mujer no pasa desapercibido a los ojos de quienes murmuran. Y murmuran en vano, pues todo cuanto dicen es perceptible para la mujer. En medio de las miradas, se abre la puerta del local. El tipo que ingresa deja el sombrero en la entrada y se ajusta el lazo atado al cuello. No pierde tiempo, sabe bien dónde encontrarla, y mientras se acerca al lugar de siempre, saluda con un gesto al gerente de la cafetería.
Retira la silla bajo la mesa y se sienta sobre ella sin hacer el más mínimo ruido. Tampoco saluda, ni respira, ni dice nada, solo se sienta frente a ella sin mirarla. Ambos son conscientes de que la última vez que se miraron pasaron tantas cosas, tantas veces, que sólo hubo lugar para la aflicción. Mientras menos dijeran mejor, pues reconocen que a pesar del desprecio que sienten, son más los detalles que los unen que los que los separan.
La mujer dispone sus brazos sobre la mesita con mucho cuidado, no vaya a ser que genere un roce de manos en semejantes circunstancias de incomodidad. El silencio reina. Por otro lado, el sujeto parece aclarar la voz, pero sigue enmudecido, mirando la superficie de la mesa que comparte con la única persona en la habitación que tampoco lleva una máscara sobre el rostro.
—Labios divinos…—musita el sujeto.
— ¿Qué intentas hacer?—pregunta la mujer.
—Decir lo que veo.
—Pensé que no hablarías.
—No tenía pensado hacerlo, pero no podía contener más el cumplido en mi garganta. Tenía que soltarlo.
—Nunca fuiste diestro en la expresión oral; siempre se te dio mejor la escritura. Con la boca, solo destruyes las diminutas cualidades de las que gozas. Me temo…
—Al menos aceptas existen algunas…
Silencio prolongando. Miradas cargadas de sosiego.
— ¿No piensas decir nada más?
Por primera vez en poco más de una hora, la mujer decide mirar al sujeto directo a los ojos. Retira sus manos de la superficie de la mesa y abre la valija que acompaña su rito.
—Quiero devolverte esto. Quiero devolverte tus mentiras—dice la mujer. — Inservible, todo inservible e incierto.
— ¿Así que no quieres conservarlas?
—Tengo suficiente, ¿qué no lo ves?
El hombre observa el vestido. Sigue los hilos con los ojos. Se pierde en el encaje que avanza hasta la punta de la cola mientras lee las diminutas letras con que se escribe en sangre el sufrimiento de la mujer. Sobre el encaje de aquel vestido se dibuja su pasado.
—La tarde del juramento…—dice el sujeto. —No dudes ni por un segundo que fue mentira. En lo absoluto.
—Llévatelas todas, no quiero que dejes una sola. No quiero conservar nada tuyo.
El hombre recoge las hojas de pergamino que albergan cada una de las cartas que escribió como parte del juramento. Hay cientos de ellas, tantas como para acompañar a la mujer hasta el día de su muerte. Para ella, cada una de las palabras allí plasmadas no guardan sentido alguno, no ahora.
El sujeto permanece callado, quieto, y sostiene sus pupilas sobre las de la mujer de labios divinos en medio del silencio. Entonces, los acoge la sensación del recuerdo, de esa tarde del juramento que los cambió para siempre. De esa tarde que intentan inútilmente olvidar.
La mujer cierra la valija y se asegura de que no quede dentro una sola carta; presencia, con lo que parece ser un gesto de suplicio, como las hojas se consumen hasta las cenizas en medio de los dos.
—Si así lo deseas—susurra el hombre, —Está bien…
Se consume en las llamas la última carta y el sujeto desvía sus ojos. De inmediato, la mujer se incorpora.
—Qué acertado es el olvido…—dice en una voz entrecortada y serena.
Las máscaras se dirigen hacia su larga cola, que tarda unos segundos en salir finalmente del local. En cuanto desaparece, la puerta se cierra. La mujer sigue un trayecto desconocido en medio de los árboles del parque y aparece, lentamente sobre su rostro, con bordes dorados, líneas brillantes alrededor de los ojos y unas cuantas plumas, una máscara igual a las del resto.
El sujeto se levanta de la mesa desesperado. Llega a la puerta y tira de ella con fuerza. Camina y se detiene en el borde de la acera mientras mira en todas direcciones. En el interior, todos continúan murmurando y bebiendo brebajes oscuros similares al café. El sujeto se lleva las manos a la cara y se asegura de llevarla descubierta como lo había hecho desde hace mucho tiempo, desde aquella tarde. En efecto, no hay máscara sobre él en este instante, ni tampoco dos días después, ni luego de dos años, ni nunca.
Jorge Vargas Chavarría | @jorgevargasch
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Supera mis expectativas. 🙂
Me parece un cuento más maduro……….
[…] en cortometraje del cuento “Máscaras” (publicado en noviembre aquí) por estudiantes de Comunicación Audiovisual en Quito, a quienes sin conocer en lo absoluto, […]
¡Qué imágenes! Excelente expresividad, estuve conectado con el cuento desde el título hasta el pie de página, buscando algo más para saciar mi necesidad de conocer sobre dichos sucesos.
Máscaras… siento que contiene muchísimo este monosílabo, tanto que tendré que capacitarme para comprender más allá de lo que no puedo.
Nuevamente estoy de acuerdo contigo, porque como dices: «lo normal consiste, quizás, en ser parte de una sociedad provista de una habilidad tremenda para adaptarse al medio. DESPUÉS DE TODO, NO VAYA UNO A SER DIFERENTE AL RESTO (No vaya uno, no por favor aquí).
Qué gusto pasar por tu blog Jorge, como siempre. He eliminado mi facebook.
Espero que pronto subas un nuevo cuento.
Saludos.
El autor es quien os ha publicado?
Es que necesito un cuento para mi tarea, y necesito saber eso, por cierto muy buen cuento 🙂
Sí, todo lo escrito aquí es de mi autoría, Erika. Y gracias.
Muchas Gracias :3