Nota del autor: Este texto llevó por título primero «Las aves que se llevan el dolor».

— ¿Qué tienes, Paula?
— Nada, sólo no me siento bien.
— No me mientas, sé cuando estás triste.
— Creo haberte dicho lo de mis padres—explica—. Parece ser inevitable.
Pongo mi brazo sobre sus hombros y la beso en la frente.
— Hay un lugar que quiero que conozcas, Paula.
— ¿Qué lugar?—pregunta.
— Iremos este fin de semana, ¿te parece?
— Está bien.
***
Partimos a Manabí, a Isla de la plata, donde mis abuelos se conocieron y cerca de donde mi padre compró una casa hace unos años. No le doy mayores explicaciones a Paula, pero le anticipo que nuestra visita le ayudará a reponerse. Paula y yo compartimos una confianza formidable, de modo que no surgen en ella mayores inquietudes.
La camioneta parece estar de humor, ya que no da problema alguno en el trayecto. Tras un par de horas de viaje llegamos a la costa y la brisa nos recibe con beneplácito. Hemos recorrido muchos rumbos en esta camioneta vieja: playas, montañas, bosques, pero nunca había traído a Paula aquí.
Villa Sira, así es como había sido bautizada la casa en honor a mi abuela, que siempre odio su primer nombre y encontraba en Sira, el segundo, una elegante herencia española. Aquel era un lugar de sigilo y sosiego en que la abuela asistía a meditar; a veces con el abuelo, a veces como una anacoreta. Pienso que su voz, su aroma, su espíritu mismo han quedado impregnados en las paredes de esta casa desde donde se oye el romper de las olas.
— ¿Es esta tu abuela, Salvador?
El abuelo parece haberse encargado de venir a dejar algunas fotos en la sala.
— Sí, es ella—respondo.
Paula examina la casa, las maderas del suelo, el aparente olor a incienso que yo reconozco y que echo de menos. Una vez en la ventana, echa un vistazo al mar y suspira. Disfruto estas escenas: mirarla por largos ratos mientras hace nada que parezca importante, sino solo ser así, tal como es ella.
— ¿Por qué me has traído aquí, Salvador? ¿Querías estar a solas?
— Un poco, sí, pero en realidad es otro el motivo.
— Dímelo.
— Ven. Acompáñame por favor.
Tomo su mano y salimos de la casa. Luego, descendemos por un sendero que recuerdo haber caminado con mi padre hace unos años. Al llegar al acantilado nos detenemos en la orilla y nos sentamos sobre las rocas. Hay unos minutos de silencio en que preferimos escuchar lo que sucede a nuestro alrededor: el mar, el viento, las aves que vuelan sobre nosotros. Es verano, así que el sol brilla mucho hoy.
— Mi abuela me traía aquí; a mirar el mar, a tomar el sol cuando decía que mis piernas estaban muy pálidas, a sentir el viento, que aquí sopla más fuerte. Aquí conversamos, conversamos mucho—explico—. Cuando mi madre murió, la abuela me trajo aquí por unas semanas. Decía que necesitábamos paz y mucho silencio para poder pensar, para dejar que la brisa y el tiempo nos aliviaran un poco.
Paula coloca con cuidado su mejilla sobre mi hombro y cierra sus ojos. El sitio se presta para eso y más.
— La abuela me presentó esta playa como un santuario de esperanza.
— Es hermoso—susurra.
— ¿Ves esas aves? Allí, justo allí.
Y apunto con el dedo.
— Sí, las veo. Hay muchas.
— Están aquí por ti, Paula. Este no es solo un lugar de sosiego sabes, es un lugar mágico. Quiero que escribas en este pedazo de papel aquello que te deprime.
Paula toma el papel y escribe, con una caligrafía impecable, dos o tres líneas. Envuelve el papel hasta hacerlo muy pequeño y me lo entrega mirándome a los ojos. Hago el mismo silbido que hacía la abuela y, acto seguido, un ave con un pico curvado y plumas muy blancas desciende y se para frente a nosotros. El animal parece examinarnos a los dos. Se mantiene quieta mientras sus amigas sobrevuelan el acantilado, extiende su pata y ato con un listón el pedazo de papel sobre el que Paula escribió. El ave parece confirmar que el listón está atado con fuerza y mira a Paula con indulgencia. Extiende sus alas y se lanza en caída libre por el acantilado. Emerge entonces sobre el viento y se une a sus amigas para partir.
— ¿Ves esa isla?
— Sí. Las aves parecen dirigirse hacia allá.
— En efecto, es allí donde van cuando su hora ha llegado. Descienden para nunca más emprender vuelo—añado—. Es allí donde el ave pasará sus últimos días; donde sus plumas se volverán oscuras y su pilco volverá al polvo. Es allí donde se ha de extinguir tu dolor.
Despedimos al ave con cortesía. Admiramos su vuelo, aún radiante a pesar de su agonía. Paula y yo regresamos a la villa cuando las aves desaparecen en el cielo, y luego de unas horas volvemos a casa. Esta vez Paula está más tranquila. Vuelvo a verla sonreír.
Jorge Vargas Chavarría | @jorgevargasch
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Como siempre!!! Te pasaste Jorgito! Ésta historia me ha gustado mucho; la narración en primera persona es un estilo que personalmente amo utilizar en mis historias. Así mismo me complace ver que el personaje de Salvador avanza más y más. Felicidades!!! Espero pronto ver la versión en inglés… No te olvides.
=’) Qué tierno!!! Salvador es como un héroe en lo cotidiano. Hermosa historia.
Gracias por sus valiosos comentarios. =)
ME ENCANTO Q LINDO SALVADOR…………….. AL COMPARTIR UN LUGAR TAN ESPECIALLLLLLL ………………………..
Que tierna y linda historia jorguito te pasaste!! Dtb!! XD
InCrible!! Supr linDa histOria 😀 yo kierO un «SALVADOR» j
orG felicitaciones
¡Muchas gracias por sus hermosos comentarios! =)
Muy bello, gracias por compartir escritos muy lindos, saludos.
¡Gracias a ti por leerlos y comentarlos! =)
Que lindo Jorge! Este escrito es para meditar! Felicidades y GRACIAS por compartir esto con todos tus lectores. Sigue adelante!
Gracias! A partir de hoy un papel y los amarraré en las patas de aquella ave que se los llevará. Te abrazo con mi corazón.