Odio los bancos; la fila, la espera, el diminuto agujero en el cristal por el que acaso se consigue comunicarse. Lo cierto es que me quejo menos desde que abrieron uno a cuatro cuadras de mi casa, de donde salgo diez para las nueve.
Una transacción en quincena o fin de mes es inconcebible dados los hábitos del proletariado, que abarrota todas las agencias en esas fechas. Pensándolo bien: es el estorbo que suponen otros usuarios lo que realmente me irrita. La eternidad que me separa de mi transacción es culpa suya después de todo, resuelvo ya en la agencia, donde revisan mi mochila antes de permitirme el ingreso. Preveo un día de suerte al descubrirme noveno en la fila, pero mi entusiasmo se esfuma en cuanto comprendo que yo también soy un estorbo: un hombre con una biblia bajo el brazo es ahora el décimo. Hombre de fe, pienso.
Me distraigo unos segundos con los anuncios en el televisor empotrado, que se repiten en un loop casi tan molesto como el chirrido de las llaves con que juega uno de los usuarios. El pitido del detector de metal que sostiene el guardia anuncia otra llegada; tras registrar a la mujer, coloca su revólver y el dispositivo en un armario y sale por un pastel al otro lado de la calle. La supervisora, encerrada en el cubo de cristal que es su oficina, ignora la partida del guardia.
Las usuarias y las cajeras se escandalizan tan pronto notan las dimensiones del escote de la recién llegada; la llaman puta poco más tarde—entre murmullos, por supuesto—. No hay peor clase de machismo que el que ejerce una mujer en contra de otra.
La ira empieza con la partida de las dos cajeras, que desaparecen detrás de la puerta reforzada que restringe el paso al personal autorizado. «¡¿Cómo carajos nos dejan con una sola caja?!», protesta el sujeto separado de su transacción únicamente por el usuario siendo atendido y un hombre de ropa fina, que, como los demás, ha querido evitarse las multitudes de quincena o fin de mes. «¡Mueve la mano, chucha, que me multan!», agrega, preocupado por su trabajo. «¿Podría parar?», le exige a continuación una mujer que bordea la tercera edad al dueño de las llaves; «No sé si no lo ha notado, pero estamos hartos de ese sonido de mierda». Los dos usuarios que me separan de la mujer la suscriben; sin embargo, el chirrido continúa. «¡Ustedes no me van a cubrir la multa por atraso!», insiste el hombre preocupado por su trabajo; enseguida se unen al reclamo la mujer de uniforme y quien parece ser un entrenador: tiene los brazos del tamaño de la circunferencia de su cuello; ambos ocupan el tercer y cuarto lugar en la fila.
Al primer descuido, el hombre de fe le entrega un folleto a la mujer de escote; le habla sobre el final de los días y las formas de obtener redención. Entre tanto, la mujer que bordea la tercera edad pierde los estribos: le arrebata las llaves a su dueño y las arroja lejos de los cordones de terciopelo que trazan nuestro curso. «¡¿Qué le pasa, vieja loca?!», y la fila avanza una vez se desocupa la única caja. Nadie tan contento como el usuario que ha efectuado su transacción y abandona la agencia. «¡Te pedí que pararas, cabrón!», explica la mujer. Los gritos entre ambos continúan. El cajero sacude un brazo intentando advertir a la supervisora, pero ésta no lo mira. «¿Qué necesidad hay de insultarnos, hermanos?», interviene el hombre de fe; «Jehová nos quiere pacientes». «¡Qué fácil decirlo cuando tu ocupación es ir por la vida entregando folletos que nadie lee!», le refuta el hombre preocupado por su trabajo. La atención de los usuarios se divide entonces entre la mujer que bordea la tercera edad, el tipo que recoge sus llaves, humillado, y la insistencia del hombre preocupado por su trabajo. «Vieja puta», susurra el hombre humillado, y de inmediato lo increpa la mujer de uniforme que, como yo, lo ha oído bien. Después de un par de cómo se le ocurre y tres “carterazos”, llama a seguridad—en vano, claro—. El hombre de fe le exige una disculpa al hombre humillado y es allí que la mujer que bordea la tercera edad entiende que es a ella a quien han llamado puta. Se enfurece, como si ella no apoyara el uso indiscriminado de esa palabra. Los cordones de terciopelo que separan al entrenador de la mujer de escote, de pie en el punto exacto en que la fila se dobla, caen en cuanto la mujer que bordea la tercera edad abofetea al hombre y consigue humillarlo aún más, provocando su caída. «¡Señora, contrólese!», gritan algunos usuarios, sin que eso evite el puntapiés que alcanza las costillas del humillado. «La gente está loca», sentencia el entrenador. El golpe en el cristal me distrae de los insultos: es el hombre preocupado por su trabajo exigiéndole al cajero que se apresure porque la multa que ha de recibir está por triplicarse. El muchacho detrás del cristal intenta inútilmente llamar a la supervisora de nuevo. «Espere su turno, caballero», le pide el hombre de ropa fina, siendo atendido, a lo que el hombre preocupado por su trabajo responde señalándole su reloj, diciéndole que la demora es inadmisible. «¡¿DÓNDE ESTÁ EL GUARDIA?!», grita la mujer de uniforme: el hombre humillado acaba de darle un puñetazo a la mujer que bordea la tercera edad; la ha derribado y le ha gritado vieja puta de nuevo. Entonces se agrava el curso del disturbio: el entrenador noquea al humillado casi tan rápido como el hombre preocupado por su trabajo aparta al usuario en caja tirando de su ropa fina. «¡Hermanos, por Dios!», chilla asustado el hombre de fe intentando levantar a la mujer que bordea la tercera edad. «¡Cállese!», le ordenan los usuarios delante de mí antes de arrebatarle su biblia y lanzarla por encima de la disputa de los primeros adeptos de la ira. «¡¿DÓNDE ESTÁ EL GUARDIA?!», repite la mujer en uniforme, desesperada. Al hombre de fe le escupen en la cara luego de que afirma que el disturbio es una completa aberración; que han dado rienda suelta a la ira y ese es un pecado gravísimo. Le reiteran que se calle y, casi tan humillado como el hombre molido a trompadas por el entrenador, el hombre de fe por fin obedece. Enseguida, la mujer que bordea la tercera edad sucumbe ante su animalidad y aruña los restos del humillado. «¡Déjelo ya!¡¿Qué no tiene compasión?!», pregunta la mujer en uniforme instantes antes de que también la golpeen. Poco puede distinguirse en el piso sobre el que antes se disponía una fila. A mis espaldas la mujer de escote; por primera vez nuestras miradas se cruzan. El encuentro dura poco. Se aleja, aterrada por el disturbio—pienso—, hasta que le asoma una sonrisa al encontrar abierto el armario en que el guardia dejó su revólver. Con el arma en sus manos, estudia las formas que se combaten en el suelo entre llaves, una biblia y papeletas firmadas. Los anuncios en el televisor se interrumpen y se muestra la hora: nueve y veintisiete. Observo de nuevo al muchacho detrás del cristal y, con el mismo movimiento con que antes intentó advertir a la supervisora, me pide que me acerque. La oquedad que me separa ahora de mi transacción se la debo a los usuarios, de modo que acomodo mi mochila y camino sobre sus cuerpos heridos hacia la caja. Piso un par de brazos y algún mechón de pelo hasta que solo el diminuto agujero en el cristal me separa de mi transacción.
— ¿Cuenta corriente o de ahorros?—pregunta el muchacho.
— Corriente.
Digita mi cédula, ejecuta mi depósito y me entrega el comprobante en menos tiempo del que habría imaginado.
Al voltear, de cara al disturbio nuevamente, la supervisora ha dejado por fin el cubo de cristal y se aproxima con lo que interpreto como una sonrisa.
— Caballero, califique nuestro servicio, por favor—me pide.
El cajero extiende un dispositivo con cuatro botones por el agujero: excelente, bueno, regular y malo. Levanto la cabeza y encuentro el reflejo sonriente de la supervisora en el cristal. Oprimo el primer botón y una lucecita se enciende en el dispositivo, aceptando mi calificación: un rojo casi tan intenso como el de la sangre que salpica el cristal luego del primer disparo.
Jorge Vargas Chavarría | @jorgevargasch
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Ilustración de Álvaro Tapia Hidalgo