Decir adiós

deciradiosNuestra ilógica conducta humana nos vuelve egoístas por naturaleza. Aunque nunca lo sepamos, vivimos para nosotros mismos, sumidos en la necesidad de satisfacernos para darle paso a lo que—creemos—nos hace felices. Pocas veces se conocen seres inmunes a este rasgo de nuestra conducta, que desvaría en estos tiempos más que nunca; seres que, con su destreza para alejarse de la ambición, dedican sus vidas al bienestar de aquellos a quienes aman, porque el amor es parte de su magia; esa que los hace únicos.

Tuve la suerte de vivir con un miembro de esta especie durante veintiún años; tiempo insuficiente para todo lo que hubiese querido enseñarme o compartirme; tiempo insuficiente para devolver todo lo que me dio e hizo por mi.

Esta especie inmune al egoísmo también se caracteriza por facultades difíciles de olvidar; a veces mínimas, determinantes, necias también, pero siempre mágicas, como ellos mismos.

He escrito sobre el dolor, he hablado sobre él, pero siempre desde una posición que todos nos atrevemos a adoptar: la de simples espectadores, desde donde nos creemos capaces de hablar de algo que nunca hemos sentido en realidad. Mi posición es ahora distinta: no soy más un espectador, y despido inconsolable a quien me propinó desde niño los abrazos más cálidos, los besos más dulces, las caricias más tiernas, los consejos más sinceros, las sonrisas más cómplices.

Decir adiós es algo para lo que no estaba listo—nadie lo está—, porque cuando todo marcha bien, las tragedias parecen tan lejanas que nos creemos exentos de su efecto sobre nosotros. De cualquier manera, cuando cierro mis ojos, recuerdo cada acción, cada gesto, cada mínima costumbre que me hizo amarla y que la convirtió en la matriarca de una tribu formada por personajes muy distintos, congregados por ella de cuando en cuando, para recordarnos cuán vivo era su amor por nosotros.

Le digo adiós mientras busco fortaleza en su recuerdo y en todo aquello que sembró en los suyos. Sé que los miembros de su especie viven siempre, porque su magia no se extingue.

Hasta pronto, abuelita, te amo, y te amaré siempre.   

«Jorgito».

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