Cristina

Cristina no había tenido la suerte de estar con aquel escogido por su corazón. Sus padres la habían persuadido para que se convirtiese en la mujer de Ramiro Córdova, un terrateniente del pueblo; mujeriego, alcohólico, y como muchos lo llamaban tras tratarlo, desgraciado. Cristina había acostumbrado a su cuerpo al sufrimiento, al maltrato, al forcejeo que casi siempre terminaba en el pecado de la carne. Había intentado resignarse, amar a ese hombre que tanto miedo le causaba, pero le era imposible, su presencia a su lado sólo le producía asco. Idiota, estúpida, así se refería Ramiro a ella. Así la trataba todo el tiempo, excepto cuando el coraje irrumpía en sus adentros, porque entonces las palabras adquirían otro calibre.

Cristina estaba harta, ya no soportaba más, su cuerpo le pedía a gritos escapar de esta tortura. Huir, perderse, volver a empezar, eso era lo que le rogaba su corazón maltratado, casi imposible de reparar. Una luz le había concedido la claridad suficiente para pensar, para abrir sus ojos y convertir el miedo en valor. Entonces, cuando empezaba a meditar su futuro, a dibujar un nuevo destino, cuando estaba a punto de decidirse y actuar, la silueta de Ramiro apareció entre las cortinas de la sala. Había llegado a casa.

Cristina corrió a la cocina, tomó platos al azar y mojó sus manos mientras fingía que los lavaba. Guardaba la esperanza de que si Ramiro la veía ocupada, no la tomaría en cuenta.

A veces deseaba volverse la mujer más horrenda del mundo, llenarse de arrugas y engordar como una vaca, tal vez así la ignoraría, la echaría de su casa por inservible a su criterio. Pero no, Cristina no conseguía deshacerse de la belleza que le había regalado Dios, que varios hombres habían elogiado, comparándola como el más hermoso paisaje del mundo, con la flor más perfecta. Porque el hombre del pueblo era de metáforas simples.

Sintió entonces, como un látigo del diablo, algo que le tomó por la cintura. Una mano lujuriosa que deseaba cortar para que jamás volviese a domarla. Ramiro le besó la nuca, le respiró en el cabello. El miedo se apoderó de Cristina. Su dueño la llevó del brazo, tiró de ella como una mula hasta llevarla al cuarto que más odiaba Cristina. Allí donde nunca conseguía conciliar el sueño; allí, escenario de horribles penurias.

El miedo desapareció, o más bien se transformó, supo adecuarse a su destino, supo cambiar cuando era propicio. El miedo se volvió rabia y la rabia la lleno de fuerza, de coraje. Cristina no aguantaba más, era hora de parar sus desgracias, de empezar a vivir realmente. Su mano se endureció como una piedra, y con sus uñas despegó el cuerpo de su amo, lo echó de la  cama, le hirió con sus uñas. El borracho atinó a reírse, pero en cuanto vio su camisa manchada de rojo, enfureció. Cristina corrió tan rápido como pudo, llegó a la cocina, clavó sus ojos en el que era su herramienta de trabajo y se armó de él. Tomó el cuchillo y lo escondió tras de sí. Fue audaz al ser paciente, esperó la llegada de su sufrimiento hecho carne, y en su carne enterró su arma. Ramiro se tendió en el suelo, y su sangre corrió sobre él.

Cristina dejó el pueblo, borró toda pista de su rastro, cocinó un nuevo menú para su vida, se deshizo del sufrimiento que la domaba. «Adiós» le dijo a su pasado y saludó con orgullo e ilusión al porvenir. Era mujer, pero no más una esclava.

Jorge Vargas Chavarría | @jorgevargasch

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7 comentarios

  1. Estuvo bacan…………………me gusto todo con detalles de verdad te podias imaginar la interactuaccion de los personajes

  2. Me recuerda a un proyecto que tengo y que me falta terminar. Es también sobre la violencia intrafamiliar. Mejor dicho, tiene de todo un poco, pero ése es el tema principal. Sigue adelante. =D

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