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Cuando salgo al patio a fumar, Nina está en el fondo de la piscina. Tiene la cara tensa, como si encerrara un grito en la garganta. Los vecinos se alarmarían de verla sentada allí, bajo el agua, sobre los azulejos grandes del piso de la piscina, pero yo sé cuánto puede aguantar la respiración. El agua es su atmósfera favorita. «Dale, Nina, ya estuvo. Vuelve a la cama», le digo, y camino de regreso al interior de la casa guardándome el cigarrillo en el bolsillo. Me detengo delante de la puerta corrediza cuando descubro que no obedece. Regreso al borde de la piscina y clavo mis ojos en los suyos, bien abiertos a pesar del cloro. «¡Deja de jugar!, ¡te ahogarás en serio!», le advierto, «¡Sal ya!», grito de nuevo pero no se inmuta. Entonces dibuja en su boca una sonrisa que no reconozco y siento frío en la nuca. «¿Con quién hablas, papá?», pregunta una voz que viene de la casa. Cuando volteo, Nina está en el marco de la puerta corrediza, con su pijama puesta y una muñeca en sus brazos. Puedo ver el miedo en mi rostro reflejado en sus pupilas. No me atrevo a mirar de nuevo al fondo de la piscina.
Jorge Vargas Chavarría | @jorgevargasch
Ilustración de Charlotte Lethbridge
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