Desde mi terraza, en un tercer piso, descubro la vida de mis vecinos en sus ventanas: la mujer que borda un cojín, el hombre que fabrica una mesa, los niños que improvisan distracciones. De vez en cuando miran el exterior: el vacío en las calles, la ausencia de movimiento, el silencio al que empezamos a acostumbrarnos. Y desde allí, de pie junto a sus ventanas, comparten conmigo la nostalgia por la vida que pareciera haber quedado atrás. Habría que saludar y sonreírnos, pienso, pero la pregunta que nos invade con urgencia es: ¿volverá el mundo como lo conocimos? Nos quedamos un rato sin hacer nada, hasta que los niños retoman los juegos y sus risas nos espabilan. A su edad los temores duran poco. A los vecinos y a mí, en cambio, nos angustia el no obtener respuesta. O quizás, resuelvo después, lo que realmente nos asusta es conocerla.